domingo, 24 de junio de 2007

La esposa de...



Hay mujeres que son psicólogas, adictas a las novelas de amor, comen productos orgánicos, escuchan ópera a todo volumen, son integrantes del fan club de Star Trek y además, están casadas; y hay otras que sólo están casadas.
Las primeras, además, tienen un nombre propio: se llaman María, Luciana o Cecilia. Las segundas, en cambio, sólo usan un incómodo epíteto posesivo: “la esposa de Juan” o “la novia de Pedro”.
“ La esposa de” es la sombra difusa de su marido. Crece, miedosa, como un yuyito al costado de un árbol inmenso. No tiene un universo previo al compromiso, y si lo tuvo, lo disuelve con el tiempo. Su rutina y sus deseos son un enfermo duplicado de la intimidad de su pareja. Vota al candidato que él elige, frecuenta a sus amigos, se fanatiza con sus hobbies. No tiene identidad. Ni adentro, ni afuera de su casa. A donde vaya es la esposa de alguien y nada más.
“La blandita”, por ejemplo, es el representante actual de las mocosas de once años que se casaban con vaqueros, y tenían que llevar adelante un rancho sin saber leer ni sumar. En general, es joven y atractiva, pero tiene la autoestima por el piso y vive convencida de que su marido es un hombre brillante, cuando en realidad, es un viejo absurdo que tiene miedo de quedarse pelado y grita mucho.
Es, además, inoperante hasta lo prohibido. Un trámite sencillo es, para ella, una misión imposible de completar. Si se inunda la casa, por ejemplo, en vez de cortar el agua y llamar al administrador, se atrinchera en el baño y espera llorando que llegue su esposo de la oficina. Si no puede esperar y tiene que comprar algún repuesto o negociar con el plomero, no toma ninguna decisión sin antes llamar setecientas veces al celular de su marido, que se las ingenia para incluir “boluda” e “inútil” en todas sus respuestas.
Si bien no trabaja ni estudia, no tiene ni un minuto libre. Está demasiado ocupada haciendo malabares para que él no se enoje: esconde las cosas que rompe, tira el extracto de la tarjeta de crédito cuando se excede con los gastos o se confabula con la mucama hacer desaparecer las camisas que juntas arruinaron en el lavarropas.
El, por su parte, expresa su cariño exhibiéndola como una perrita campeona en fiestas y recepciones, arrimándola estratégicamente al lado de las desvencijadas esposas de sus amigos, y bancándole algún proyecto estúpido relacionado con tortas o bijouterie.
El caso de “la mujer del maestro” es un poco más complejo; porque si bien se dedica a lo mismo que su esposo, es la versión opaca de su marido. El es, por ejemplo, un violinista prestigioso que toca en la filarmónica, y ella es profesora de música y chelista amateur. Ella lo admira, lo atiende, lo quiere, y él, a pesar de ser consciente de la mediocridad de su esposa, la aconseja y la contacta con la gente adecuada.
Es dedicada y laboriosa, sin embargo, nunca logra abandonar su condición de acompañante. Por este motivo, durante años acumula un sereno resentimiento, que, si bien no es culpa de nadie, deviene en una escandalosa infidelidad al promediar los treinta y cinco años.
Por último, está “La señora del doctor”, una matrona de clase alta que hace honor al viejo adagio que dice que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, creyendo que ser esposa de un hombre exitoso es un triunfo personal.
No se cansa de repetir que ella dejó su profesión para cuidar a su familia, aunque en realidad, lo único que perseguía con su renuncia era dedicarse a mandonear mucamas y comprar tonteras a jornada completa.
No tiene ninguna otra aspiración más que organizar cumpleaños, hacer de remise de sus hijos o planear algún viajecito. Y, a diferencia de las demás, que quisieran recuperar sus nombres y abandonar el angustioso epíteto marital, cada vez que hace un llamado o se presenta en algún lugar, se infla como gallina ponedora y cacarea: “Habla la señora del Doctor Peralta”.
Betiaria

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